Sinopsis/Resumen:
Cuando estalló el ruido blanco estábamos en el Jardín, arrancando malas hierbas.
Yo siempre reaccionaba mal. Daba igual si estaba en el exterior, comiendo en la Cantina o encerrada en mi cabaña. Cuando sonaba, sus tonos agudos me explotaban en los oídos como una bomba de fabricación casera.
Las demás chicas de Thurmond lograban serenarse pasados unos minutos y se olvidaban de las náuseas y de la sensación de desorientación con la misma facilidad con que se sacudían las briznas de hierba adheridas al uniforme del campamento. ¿Pero yo? Yo necesitaba horas para recomponerme.
Esta vez no tendría por qué haber sido distinta.
Pero lo fue.
No entendía qué podía haber pasado para provocar aquel castigo. Estábamos trabajando
tan cerca de la alambrada electrificada del campamento que olía incluso a chamuscado y percibía en los dientes las vibraciones del voltaje. Tal vez alguien se había hecho el valiente y había traspasado los límites del Jardín. O tal vez, con un poco de suerte, alguien había hecho realidad nuestras fantasías y le había lanzado una piedra al soldado de las Fuerzas Especiales Psi más próximo. En ese caso, habría valido la pena.
Lo único que sabía seguro era que los altavoces acababan de vomitar dos bramidos de advertencia: uno corto, largo el otro. Me incliné sobre la tierra húmeda con los pelos de punta, las manos en los oídos y los hombros tensos, dispuestos a recibir el envite.
El sonido que emitían los altavoces no era en realidad ruido blanco. No era aquel siniestro zumbido que flota a veces en el ambiente cuando uno está sentado en silencio, ni el débil ronroneo de una pantalla de ordenador. Para el gobierno de los Estados Unidos y su Departamento de Juventudes Psi, era el hijo bastardo engendrado entre la alarma de un coche y la fresa del dentista, sintonizado a un volumen lo bastante elevado como para hacer sangrar los oídos.
Literalmente.
El sonido desgarró los altavoces y me hizo añicos hasta el último nervio del cuerpo. Se me abrió paso entre las manos, rugiendo por encima de los gritos de un centenar de monstruosos adolescentes, y se me plantó en el punto central del cerebro, donde era imposible alcanzarlo o arrancarlo.
Se me llenaron los ojos de lágrimas. Intenté aplastar la cara contra el suelo y el sabor a tierra y a sangre me llenó la boca. Una chica cayó a mi lado, con la boca abierta en un grito que no logré oír. Y todo a mi alrededor se desenfocó.
Sacudí el cuerpo al compás de las interferencias, enroscándome sobre mí misma como un pedazo de papel amarillento. Noté que unas manos me zarandeaban; oí a alguien pronunciar mi nombre —Ruby—, pero yo estaba demasiado lejos y no podía responder. Me iba, me iba, me iba, me sumergía en la nada, era como si la tierra me hubiese engullido de un solo trago. Luego la oscuridad.
Y el silencio.
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Autora: Alexandra Bracken